Poetas del Mundo-Leopoldo Lugones




Leopoldo Lugones

Nace en 1874 en la localidad de Villa María del Río Seco, provincia de Córdoba, Argentina.  Fue el primogénito del matrimonio de Santiago Lugones y Custodia Argüello.
Pasa su infancia en la provincia de Santiago del Estero. Cursa sus estudios secundarios en su ciudad natal. A los 20 años es conocido por su talento de orador y poeta.
Se casa en 1896 con Juana González y ese mismo año se traslada a la Capital Federal, donde se incorpora al grupo de escritores y artistas integrado por José Ingenieros, Roberto Payró, Ernesto de la Cárcova y otros.
Trabaja como periodista en diarios capitalinos. Es empleado de Correos hasta 1900, cuando lo designan inspector de la Dirección General de Enseñanza Secundaria.
En 1903, el gobierno nacional lo envía a averiguar el estado de las ruinas jesuíticas. Parte a ese lugar en compañía del escritor uruguayo Horacio Quiroga. Viaja en varias ocasiones a Europa. En 1915 se hizo cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional de Maestros que ejerció hasta su muerte.
Su trabajo incesante se plasmó en numerosos escritos, artículos de prensa y conferencias que le merecieron el nombramiento en la Asamblea de Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones (1924), el Premio Nacional de Literatura (1926) y la presidencia de la Sociedad Argentina de Escritores, fundada con su impulso (1928) y de la que fue su primer presidente; por ello, en el aniversario de su nacimiento —el 13 de junio— se celebra en la Argentina el Día del Escritor. Puso fin voluntariamente a su vida en una isla del Tigre, provincia de Buenos Aires, en 1938.



Alma Venturosa

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.

Tu alma, sin comprenderlo, ya sabía...
Con tu rubor me iluminó al hablarte,
y al separarnos te pusiste aparte
del grupo, amedrantada todavía.

Fué silencio y temblor nuestra sorpresa;
más ya la plenitud de la promesa
nos infundía un júbilo tan blando,
que nuestros labios suspiraron quedos...
Y tu alma estremecíase en tus dedos
como si se estuviera deshojando.

La blanca soledad


Bajo la calma del sueño,
calma lunar de luminosa seda,
la noche
como si fuera
el blanco cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata
su cabellera,
en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito.
Rodado por las ruedas
de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la luna llena.
Y el ansia tristísima de ser amado,
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices,
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cambiase en blanca piedra
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.

La palmera

Al llegar la hora esperada
en que de amarla me muera,
que dejen una palmera
sobre mi tumba plantada.

Así cuando todo calle,
en el olvido disuelto,
recobrará el tronco esbelto
la elegancia de su talle.

En la copa, que su alteza
doble con melancolía, 
se abatirá la sombría 
dulzura de su cabeza.

Entregará con ternura
la flor, al viento sonoro,
el mismo reguero de oro
que dejaba su hermosura.

Como un suspiro al pasar,
palpitando entre las hojas,
murmurará mis congojas
la brisa crepuscular.

Y mi recuerdo ha de ser,
en su angustia sin reposo,
el pájaro misterioso
que vuelve al anochecer.


Lied de la boca florida


Al ofrecerte una rosa
el jardinero prolijo,
orgulloso de ella, dijo:
no existe otra más hermosa.

A pesar de su color,
su belleza y su fragancia,
respondí con arrogancia:
yo conozco una mejor.

Sonreíste tú a mi fiero
remoque de paladín...
Y regresó a su jardín
cabizbajo el jardinero.


Himno a la Luna



Luna, quiero cantarte
Oh ilustre anciana de las mitologías,
Con todas las fuerzas del arte.
Deidad que en los antiguos días
Imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
No alabaré el litúrgico furor de tus orgías
Ni tu erótica didascalia,
Para que alumbres sin mayores ironías,
Al polígloto elogio de las Guías,
Noches sentimentales de mieses en Italia.

Aumenta el almizcle de los gatos de algalia;
Exaspera con letárgico veneno
A las rosas ebrias de etileno
Como cortesanas modernas;
Y que tu influjo activo,
La sangre de las vírgenes tiernas
Corra en misterio significativo.

Yo te hablaré con maneras corteses
Aunque sé que sólo eres un esqueleto,
Y guardaré tu secreto
Propicio a las cabelleras y a las mieses.

Te amo porque eres generosa y buena,
¡Cuánto, cuánto albayalde
Llevas gastado en balde
Para adornar a tu hermana morena!


Entre nubes al bromuro,
Encalla como un témpano prematuro,
Haciendo relumbrar, en fractura de estrella,
Sobre el solariego muro
Los cascos de botella.
Por el confín obscuro,
Con narcótico balanceo de cuna,
Las olas se aterciopelan de luna;
Y abren a la luz su tesoro
En una dehiscencia de valvas de oro.


Como una dama de senos yertos
Clavada de sien a sien por la neuralgia,
Cruza sobre los desiertos
Llena de más allá y de nostalgia
Aquella luna de los muertos.
Aquella luna deslumbrante y seca-
Una luna de la Meca ...

Oceánida

El mar, lleno de turgencias masculinas,
bramaba en derredor de tu cintura,
y, como un brazo colosal, la oscura
ribera te amparaba. En tus retinas
y en tus cabellos, y en tu astral blancura,
rieló con decadencias opalinas,
con luz de las tardes mortecinas
que en el agua pacífica perdura.
Palpitando a los ritmos de tu seno
hinchose en una ola el mar sereno;
para hundirte en sus vértigos felinos
su voz te dijo una caricia vaga,
y al penetrar entres tus muslos finos,
la onda se aguzó como una daga.


Leopoldo Lugones.

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